Azules son las almas.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Colores imperceptibles

El tipo tenía la piel demasiado curtida por el sol, la lluvia, el viento, el polvo, la mugre,por la ciudad y la intemperie y todo lo que eso conlleva.También tenía el pelo muy sucio, unido en rastas que domaba con un gorro descolorido y roto. La tupida barba terminaba de cubrirle rostro callado que se movía tímido. Todo su cuerpo era de lentos movimientos. Tal vez el cansancio de demasiada mala vida, sin más expectativa que acercarse paso a paso a la muerte irremediable con nulas posibilidades de una vida mejor lo hacían moverse entre los hombres sintiéndose un extraño.
Cargaba dos bolsas de un nylon grueso gastadas y agujereadas, pero esas bolsas no son fáciles de conseguir. Eran bolsas preciadas, porque dentro tenían todo lo que iba quedándole del transcurrir, de lo que le iba ganando a las experiencias que lo atravesaban.
Cuidaba sus pocas cosas y trataba esporádicamente, estar prolijo. Se entristecía en esos momentos, eran pocos, prestaba tanta atención a sí mismo. Sin darse cuenta estaba tratando de acomodarse la campera que tenía sobre la otra campera, que estaba sobre el pullover escote en V raído que vestía y debajo traía un par de remeras. El frío igualmente le calaba los huesos y el viento encontraba por donde colarse hasta la envolverle el estómago y la espalda.
De repente al mirarse se daba cuenta de que su ropa jamás iba a ser cómoda, que el olor que despedía era penetrante y hediondo y que le hubiese gustado tener una camisa y no esas remeras.
Volvía a caminar, despacio, arrastrando el zapato y la zapatilla que lo calzaban, mirando al frente sólo para no llevarse a nadie por delante. Caminaba por hacer más rápida la espera de su muerte. Alguna persona le regalaba comida, otro le arrojaba una moneda o un billete cuando lo veía sentado en la calle. El siempre agradecía con pocas palabras, las justas, tratando de hacer notar su buena educación. En los momentos de silencio nocturno en una tranquila soledad, tal vez en alguna iglesia se lavaba la cara, se sacaba la tierra y el ollín que le impregnaban lo poco que se veía de sus cachetes, tal vez un poco de la frente. Se miraba fijamente en el espejo, se entristecía. El olor del pelo no se iba. Apoyaba las manos en el lavabo, acercaba el rostro a su reflejo, con la lengua sentía los pocos dientes que aún se aferraban a las encías y trataba de recordar, cuando fue la última vez que alguien le mencionó la belleza de sus ojos verdes.